§20. SENTENCIA DEL TRIBUNAL SUPERIOR DE JUSTICIA DE
ANDALUCIA DE UNO DE OCTUBRE DE MIL NOVECIENTOS NOVENTA Y OCHO.
Doctrina: Concurrencia entre motivación del veredicto y
motivación de la sentencia del magistrado-presidente.
Ponente: Plácido Fernández-Viagas Bartolomé.
* * *
HECHOS PROBADOS
PRIMERO.- 1/(1.A.1, 1.B.1, 1.C.1 y
1.D.1) A primeras horas de la mañana del día 18 de diciembre de 1996, C. L. en
compañía de M. P., G. B. Y J. E. R. D., puestos previamente de acuerdo y
provistos de metralletas y pistolas, así como de bigotes, pelucas y narices
postizas para evitar ser reconocidos, se dirigieron a la oficina central del
Banco de S., sita en la calle G., con el propósito común de apoderarse del
dinero y de los objetos de valor depositados en cajas de seguridad y
sobre las 7 horas 10 minutos cuando don J. de M.M., empleado de la entidad
bancaria se disponía abrir, la puerta de la sucursal, en la calle Málaga, para
acceder a la misma, se le acercó uno de los acusados e intimidándolo, a la vez
que le informaba de que era un atraco, lo obligó a entrar, aprovechando el
resto de los acusados para penetrar provistos de los disfraces y de las armas
con las que a continuación intimidaron y neutralizaron al resto de los
empleados, conforme éstos iban llegando. Ya en el interior forzaron las cajas
de seguridad 11,30, 32, 34, 35, 37, 58, 59, 60, 61 ,63 ,64 y 65, apoderándose de efectos por valor de
28.376.246 pts., para lo cual tuvieron que utilizar martillos, palanquetas,
seguetas, sierras y otros instrumentos que portaban en una bolsa; y tras
esperar a la apertura de la caja fuerte apoderando de dinero en metálico,
procedente del cajero 4B y de la misma, por un total de 71.791.702 ptas. que posteriormente
fue recuperado; sin que los acusados hubieran tenido disponibilidad sobre
dinero o joyas. Para ocultar su identidad, C. L., G. B., J. E. R.D., M. P.
utilizaron narices postizas, pelucas y gafas. SEGUNDO.- A la 8 horas, 30 minutos, los acusados ordenaron a los
empleados que abrieran las puertas de la entidad, y permitieran a los clientes
entrar en la misma, neutralizando, tras intimidarlos a los que accedieron. Así
las cosas, accedió, al local, por la puerta de la calle G., el vigilante de la
entidad “S” don M. C. P. , que portaba una saca de documentos, siendo
inmediatamente reducido, desarmado, amenazado con un arma de fuego y obligado a
tirarse al suelo mientras tanto acuden a la sucursal, tanto el otro vigilante,
don A. R. C. conductor del vehículo blindado de la empresa referida, como
policías locales alertados por los transeúntes de que se estaba cometiendo un
atraco; por lo que ante tal actividad los acusados C. L., G. B. y J. E. R. D.
se percatan de que habían sido descubiertos y tras decidir marcharse, y para
facilitar la huida, tomaron como rehén al vigilante de seguridad don M. C.,
saliendo a la calle M. con el mismo, amenazado con un arma de fuego. Como
quiera que M. P. se encontraba en el sótano, en las cajas de seguridad cuando
entró el vigilante jurado en la entidad bancaria y no entendía muy bien,
entonces el idioma español, no tuvo conocimiento de que los otros tres acusados
habían decidido llevarse como rehén a don M. C. de que los otros. tres acusados
habían decidido llevarse como rehén, a don M. C. Cuando los acusados deciden
huir, P. salió el primero, refugiándose en el Hotel B. donde posteriormente fue
detenido; sin saber lo que hacían el resto de los acusados. El vigilante jurado
fue sacado del establecimiento por el resto de los acusados, uno de los cuales
ya lo rodeaba con el brazo por el cuello y apuntaba a la cabeza con la pistola
que esgrimía en la otra mano, de tal forma que se le impedía cualquier
posibilidad de defensa. TERCERO.- Al
observar los acusados que el vehículo que previamente habían dejado estacionado
en la Plaza de las T. para facilitar la huida no se encontraba en el lugar, se
dan a la fuga y C. L. se encuentra frente a la agente de la Policía Local con
carnet profesional 9.162 a la que apuntando con una metralleta le dijo “vete
que te mato”, por lo que la misma, que carecía de todo tipo de arma, y temiendo
por su vida, se retiró lentamente hacia la calle J. M. CUARTO.- Posteriormente C. con G. B. y J. E. R. D., llevando
consigo al rehén, se dirigieron al vehículo matrícula X, en cuyo interior se
encontraba su propietario J. D. G., acompañado de su hijo de 10 años, y tras
obligarlos a bajar, intimidándolos con una metralleta, se introducen los tres
acusados en el vehículo, introduciendo igualmente, por la fuerza al vigilante
de seguridad, que en todo momento iba encañonado y emprendiendo a continuación
la huida a gran velocidad por la calle C. M. QUINTO.- En un momento de la persecución y cuando los acusados se
percatan de que son perseguidos por un vehículo policial ocupado por las
Agentes de la Policía Local, doña M. de los A. G. G., doña M. S. M. N. en los
llanos de Pretorio, y sin que previamente hubiera habido intercambio de
palabras entre ellos, C. L. ordena al conductor G. B. que detenga al vehículo,
y bajando del mismo se dirige hacia el vehículo policial, descargando dos
ráfagas de fuego contra ambas agentes, con la intervención de matarlas, siendo
éstas alcanzadas por numerosos proyectiles que incidieron en sus cabezas,
rostros, cuellos y troncos, afectando a órganos vitales que les produjo la
muerte casi instantánea. C. L. dirigió hacia el vehículo policial portando la
metralleta, y tras aproximarse al mismo, de forma totalmente inopinada y
sorpresiva, desde la derecha del vehículo en el sentido de su marcha, descargó
dos ráfagas de fuego contra ambas agentes, las cuales ni pudieron advertir
previamente su intención, ni tuvieron posibilidad alguna de defensa. En el
vehículo viajan B. conduciendo, L. en el asiento delantero derecho y D. el
asiento trasero con el vigilante jurado; y, al percatarse de la presencia
policial, sin haber previamente cruzado palabra alguna entre ellos en todo el
trayecto, U. ordena que se detengan y saliendo del vehículo se dirige hacia el
coche policial, disparando ráfagas de metralleta. Los ocupantes provistos de
pistolas y la metralleta no sólo no se opusieron a la orden de L. cuando le
dijo al conductor «para», sino que, pese a ser perseguidos, se detienen,
observan como baja con la metralleta L., le esperan y tras ver como disparaba
varias ráfagas al vehículo policía, al volver, R. D. pregunta «¿Le has matado?»
y de forma inmediata y a gran velocidad reinician la huida.
FUNDAMENTOS DE DERECHO
PRIMERO.- Por razones
sistemáticas, procederemos a analizar en primer lugar el recurso formulado por
C. U. Con respecto al mismo, es de observar un defecto de construcción que no
es posible eludir. En la parte que titula «motivos del recurso» hace referencia
a dos: el del art. 846 bis c) a) párrafo 2º de la LECrim., por defecto en la
proposición del objeto del veredicto, y el de la letra b) del mismo precepto
“por indebida aplicación del art. 139.1 CP”, pasando a desarrollar ampliamente
las razones que justifican tal impugnación. Sin embargo, de manera incidental y
sin exposición, en un apartado anterior bajo el título “fundamentos
procesales”, señala que “se fundamenta este recurso en los motivos a), a)
párrafo segundo y e) del art 846 bis c) LECrim., y en el ,párrafo 2" del
art. 70 de la LO 5/1995 del Tribunal del Jurado, puesto que en la sentencia
dictada en su día no se concreta la existencia de prueba de cargo exigida por
la garantía constitucional de presunción de inocencia». Introduce, así y sin
desarrollarlo, el tema de la presunción de inocencia y plantea un nuevo
problema, el de la posible vulneración del art. 70 de la Ley del Jurado. Es
decir, formula cuestiones distintas según el apartado de que se trate:
«fundamentos» o «motivos» del recurso. Tal peculiar forma de impugnación no
deja de tener consecuencias. No hay que olvidar que nos encontramos ante un
recurso de carácter excepcional, por motivos tasados, que se asemeja más al
recurso de casación que al propio de apelación. Con independencia de su razón
doctrinalmente se ha hablado de un principio «pro jurado» que limitaría la
revisión del juez técnico, lo cierto es que no cabría admitir causas distintas
de las específicamente relacionadas en el art. 846 bis c) LECrim. Al mismo
tiempo, tal configuración impedida también la alegación de motivos genéricos,
en este caso el de la presunción de inocencia, mediante la simple cita del
precepto y sin ninguna concreción precisamente porque a la Sala de revisión le
está impedida la posibilidad de someter de nuevo lo actuado a un examen
completo e indiscriminado. Si se recurre, se debe, expresar el porqué. No se
puede obligar al órgano judicial a que desarrolle un esfuerzo imaginativo sobre
las razones de la oposición del justiciable. Ello no obstante, aunque sólo
fuere por razones de cortesía forense, pasaremos a tratar todas las cuestiones
alegadas. No puede olvidarse que, según un acreditado discurso doctrinal,
únicamente en virtud de los motivos el que ha perdido un pleito sabe cómo y por
qué. Los motivos le invitan a comprender la sentencia y «le piden que no se
abandone durante demasiado tiempo al amargo placer de renegar de la justicia».
Le ayudan a decidir si debe o no apelar o, en su caso, ir a la casación.
Igualmente le permitirán no colocarse de nuevo en una situación que haga nacer
un segundo proceso. No basta, así con justificar técnicamente una resolución,
es necesario también que el justiciable comprenda nuestras razones. Pasamos, en
consecuencia, a intentarlo con independencia del hecho elemental de que la
técnica procesal del recurso haya sido, en algunos casos, totalmente incorrecta.
SEGUNDO.- Siendo ello así, el primer
motivo que debemos entonces considerar es el relativo a una presunta
vulneración del párrafo 2º del art 70 de la Ley Orgánica del Tribunal del
Jurado en lo que se refiere a la necesidad de concretar en la sentencia la prueba
de cargo exigida por la garantía constitucional de la presunción de inocencia».
Su tratamiento puede justificarse por el hecho de que en su escrito parece
aludirse, aunque de manera inconexa, a la letra a), párrafo segundo del art.
846 bis c). Podría entenderse que la pretendida vulneración del art. 70.2 de la
Ley del Jurado implicaría, de hecho, la de las normas y garantías procesales a
que alude la letra a). Es Cierto que las características con las que ha sido
concebido este recurso no permitirían basarlo en esta forma nebulosa y cuasi
malabar, pero el carácter tutelar de los órganos judiciales con respecto a
quienes reclaman derechos que en definitiva afectan al bien jurídico de la
libertad personal determina que consideremos lo que se nos plantea, máxime
cuando desde una perspectiva antiformalista lo esencial podría ser, antes que
la cita del precepto, la exposición real del problema. Pues bien, se nos dice
literalmente que en sentencia dictada “no se concreta la existencia de la
prueba de cargo” lo que nos viene a plantear problema de la motivación de la
misma, engarzando así con una cuestión que constituye uno de centros de
atención más relevantes en la cultura jurídica contemporánea, en tanto
manifestación del necesario control de los jueces y tribunales. Efectivamente,
el art. 9.3 de nuestro texto Constitucional establece con rotundidad la
sujeción a responsabilidad y «la interdicción de la arbitrariedad” de los
Poderes Públicos. Y como quiera que jueces y tribunales manifiestan poder a
través sus sentencias, la manera de evitar la irrazonabilidad será exigir su
motivación porque, al explicar los argumentos que dan lugar a una determinada
consecuencia, se asegura el control de su corrección y procedencia por la
ciudadanía y los justiciables. Así, el art. 120.3 CE expresamente establece que
«las sentencias serán siempre motivadas». Y es que el control de los jueces
constituye la última manifestación de un proceso de racionalidad y eliminación
de la discrecionalidad en las relaciones del ciudadano con el aparato estatal.
Se trata de asegurar el conocimiento de las razones que motivan una decisión,
haciendo así efectivo el derecho al recurso que el Pacto Internacional de
Derechos civiles y políticos garantiza cuando nos dice, en su art. 14.5, que «toda
persona declarada culpable de un delito tendrá derecho a que el fallo
condenatorio y la pena que se le haya impuesto sean sometidos a un tribunal
Superior conforme a lo prescrito por la ley». En este sentido, la STC 28/1994,
de 27 de enero, nos indica: «las decisiones judiciales han de exteriorizar el
proceso mental que ha llevado a la parte dispositiva, dar a conocer las
reflexiones que conducen al fallo como factor de racionalidad en el ejercicio
del poder». Por su parte, el STS 12 de noviembre de 1991 nos señala claramente
que: «la omisión de la motivación de una resolución judicial determina la
aplicación de los arts. 238 y 240.2 LOPJ, toda vez que ello implica, en primer
lugar, haber prescindido total y absolutamente de las normas esenciales del procedimiento.
Por otra parte, se trata de una infracción que produce efectiva indefensión;
pues priva al recurrente de la posibilidad de discutir ante el Tribunal Supremo
las razones del Tribunal a quo, dado
que las desconocen. De esta manera la doble instancia prevista en la ley
quedaría reducida sólo a una». La falta de motivación estaría obstaculizando,
en la práctica, la adecuada posibilidad de recurso, y por tanto de defensa.
Todo esto es elemental hoy día. Sin embargo, cabría preguntarse si resulta aplicable
a la actuación del Jurado, y más en concreto a su veredicto. Es cierto que tal
órgano ejerce justicia y, como tal, debería estar sujeto también a control.
Sería posible plantear, no obstante; que históricamente el Jurado ha sido
simplemente el dueño de los hechos. Así, en la doctrina más clásica se
señalaba: «El pueblo no es jurisperito. Es preciso presentarle un hecho, un
solo hecho» y nada más. Exigirle una motivación implicaría obligarle a
especulaciones de carácter intelectual a las que no estaría llamado. El
Tribunal del Jurado, como órgano de participación popular, manifiesta una
voluntad que no es necesario que esté depurada por la técnica entre otras
razones porque el conocimiento de la misma no es su misión sino la del juez
profesional. Es por ello que en la Ley de 1888 para nada se alude a tal
obligación. A tenor de su art. 87 y ss., en el acta se reflejará exclusivamente
su veredicto sobre los hechos, sin mayor explicación. Es lo cierto, sin
embargo, que la preocupación de nuestro legislador por la transparencia y el
control han determinado que en la Ley 5/1995 se indique que en el acta a
extender concluida la votación, art. 61.l d), se incluirá un cuarto apartado
iniciado de la siguiente forma: «Los Jurados han atendido como elementos de
convicción para hacer las precedentes declaraciones a los siguientes...». Este
apartado contendrá una sucinta explicación de las razones por las que han
declarado o rechazado declarar como probados determinados hechos». Tal
obligación no deja de plantear, sin embargo, otro tipo de problemas. Una falta
de claridad expositiva, redacción o sistemática puede hacer contradictoria o
incoherente la explicación. El Jurado puede manifestar perfectamente y con toda
claridad su voluntad, ya lo hemos dicho, pero no tiene por qué saber
explicarla. Para eso está el técnico. El legislador español ha entendido otra
cosa, sin embargo, y a ello hay que estar. Los ciudadanos jurados han de
exponer los elementos de convicción de que han partido, y lo cierto es que en
el caso que estudiamos así se ha hecho como desarrollaremos, en su momento. El
problema que plantea el recurrente en este punto es distinto. No nos dice que
el Jurado hubiere dejado de explicar las razones o motivos de su veredicto. Lo
que denuncia es que la sentencia (redactada por el Magistrado-Presidente) no
concreta la existencia de prueba de cargo y por ello entiende que se ha
vulnerado el art. 70.2 de la Ley. Pues bien, a la hora de abordar este
problema, hemos de tener en cuenta que la exigencia de justificación ha sido
considerada tan importante por el legislador que viene a imponerla no sólo a
los ciudadanos jurados sino también al propio Magistrado-Presidente cuando
redacta posteriormente la resolución. Es evidente que ello nos puede plantear
serios problemas. Cabría la posibilidad teórica de que se dieran dos
justificaciones distintas de unos mismos hechos. No sería nada extraño. La
motivación es siempre subjetiva, unos datos tienen más o menos importancia
según la estructura mental de su intérprete, máxime cuando uno es ajeno al
mundo del derecho y el otro un profesional. Por muy racionales que sea las dos
explicaciones, el riesgo de la incoherencia resulta evidente. Es por ello que
sería escasamente razonable entender que el legislador ha querido dos
motivaciones distintas e independientes. Bien al contrario, lo lógico es
entender que ambas se complementan. Es decir; a tenor del art. 61 d), los
ciudadanos jurados deben expresar los elementos de convicción de los que han
partido para adoptar su veredicto. Y el Magistrado-Presidente (art. 70) lo que
deberá hacer es, partiendo de esa relación, concretar la prueba de cargo
determinante para la culpabilidad. Las razones las pone el Jurado, pero la
especificación de los datos que sirven para destruir la presunción de inocencia
la hace el Juez. Se trata de que el condenado sepa cuáles son las bases que
fundamentan la sentencia y pueda recurriría con conocimiento. Se concilian así
voluntad y técnica. El Jurado expresa el porqué de su veredicto y el Presidente
relaciona, con mayor o menor exhaustividad, los elementos determinantes de la
condena. Siendo ello así, es evidente que el motivo de recurso que analizamos
no puede en lo absoluto prosperar. El Magistrado-Presidente no sólo concreta
con toda precisión la prueba de cargo a su juicio pertinente, literalmente
alude a que «es evidente que tales testimonios (los contenidos en las
declaraciones de don J. I. R., don M. C. P.. y don G. P. L) los informes
periciales de los Médicos forenses y los reportajes fotográficos son prueba de
cargo suficiente», sino que, además, entra a desarrollar las razones de ello.
La alegación del recurrente es aún más incomprensible cuando se comprueba la
amplitud de las consideraciones contenida en la sentencia sobre este tema.
Resultaría, por tanto, absurdo seguir especulando en este sentido. El motivo
debe rechazarse. TERCERO.- A
continuación, el recurrente plantea como motivo I del recurso, el hecho de que
en su opinión (citamos literalmente) “existe una evidente contradicción y falta
por consiguiente a la verdad, ya que es en el apartado 5.A.3. cuando por primera vez se habla de
«arma reglamentaria» en posesión de la Policía Local y proposición ésta que no
se pasará a votar, y así se hizo, es decir, no se votó por haber asumido el
Tribunal del Jurado la proposición 5.A.1 y 5.A.2». Tan confusa redacción lo que parece querer expresar es que un
hecho determinante para la conformación de la voluntad del Jurado, la posesión
de un arma por la agente de la policía que mostraría que no estaba indefensa,
no pudo ser considerada al no haber sido correctamente planteada al Jurado. Con
respecto a ello, es preciso señalar que la adecuada proposición del objeto del
veredicto constituye uno de los problemas centrales del juicio por Jurado. No
se trata de una cuestión estrictamente jurídica. Es también lingüística y de
expresión. El Magistrado-Presidente debe saber exponer con claridad los
elementos determinantes de culpabilidad e inocencia. No podemos olvidar que el
Jurado es dueño de los hechos y la sentencia deberá incluir «como hechos
probados y delito, objeto de condena o absolución, el contenido correspondiente
del veredicto». Pero si éste está mal formulado, o deja de incluir aspectos
determinantes del debate, el resultado devendrá incongruente. Debe realizarse
una adecuada labor de síntesis que permita, leyendo la proposición, conocer
exactamente los puntos en litigio. Por eso es esencial una clara y correcta
redacción. El Juez debe dominar el Derecho es indudable, pero cuando actúa como
Magistrado-Presidente deberá también saber escribir, recogiendo todo lo que
fuere esencial en forma comprensible para unos ciudadanos legos en derecho. Es
un esfuerzo que resulta esencial para la suerte del procedimiento y en el que
se precisa la colaboración de todos los profesionales intervinientes. Por ello,
parece digno de todo elogio el art. 53 de la Ley cuando expresamente establece
que «antes de entregar a los jurados el escrito con el objeto del veredicto, el
Magistrado-Presidente oirá a las partes, que podrán solicitar las inclusiones o
exclusiones que estimen pertinentes». Tal colaboración en el adecuado
desarrollo de la administración de justicia permitirá concretar con precisión
los diversos aspectos del debate. Con la prevención de que no se trata tampoco
de incluir absolutamente todas y cada una de las incidencias que las defensas
consideraren pertinentes. Como señalaban las Ss. 9 de julio de 1901 y 2 de
octubre de 1912 «la recta interpretación del precepto (art. 70 y concordante de
la Ley de 1882) no impone al Presidente del Tribunal una obligación de carácter
absoluto que exija que necesariamente hayan de ser objeto de las preguntas que
constituyan el veredicto todos los hechos relatados en los escritos de las
partes, sino aquellos que de un modo efectivo puedan influir» en el debate. Lo
que debe exigirse es nada menos, pero tampoco nada más, que claridad y
precisión. Que se pregunte lo necesario y que los jurados lo entiendan. Es de
observar, por otra parte, que el legislador al establecer el deber de
colaboración de las parles en la determinación del objeto del veredicto,
después de reconocer su derecho a «solicitar las inclusiones o exclusiones que
estime pertinentes», señala que si las mismas fueren rechazadas «podrán
formular protesta a los efectos del recurso que haya lugar contra la
sentencia». Pues bien, en el presente procedimiento el correspondiente acta
(folio 890 vto.) recoge literalmente lo siguiente: «Se constituye nuevamente el
Jurado a fin de hacerles entrega del objeto del veredicto sobre cuyo contenido
se oye a las partes a fin de que puedan solicitar inclusiones o exclusiones,
manifestándose por todas las partes intervinientes que aceptan el contenido
íntegro del objeto del veredicto». Es decir, si el recurrente manifestó su
total aceptación de la propuesta resulta del todo punto incoherente su
alegación de ahora, entre otras razones porque no formuló ninguna protesta.
Pero lo que resulta totalmente determinante en este aspecto es que el
correspondiente objeto se formula con toda claridad. Al Jurado se le ofrecieron
las dos posibilidades, expresadas en la siguiente forma; «5.A.2 C. L. se
dirigió hacia el vehículo policial portando la metralleta y tras aproximarse al
mismo, de forma totalmente inopinada y sorpresiva, desde la derecha del
vehículo en el sentido de su marcha. descargó dos ráfagas de fuego contra ambas
agentes, las cuales ni pudieron advertir previamente su intención, ni tuvieron
posibilidad alguna de defensa». O bien, «5.A.3. C. L. al dirigirse al vehículo
policial observa que la Policía Local que ocupa el asiento del copiloto
esgrime, su arma reglamentaria por lo que al pensar que dispararía contra él
decidió disparar las ráfagas con la intención de matarlas». Las opciones no
pueden estar más claras resulta absurdo en consecuencia pensar que el Jurado no
conoció los elementos sobre los que se centraba el debate. El motivo no puede
prosperar. CUARTO.- Plantea también
el recurrente «la indebida aplicación del art. 139.1 CP, debiendo, su lugar,
aplicar a los hechos declarados probados el art. 138 citado Código». Tal
impugnación encuentra esencialmente su razón de ser en la siguiente frase de su
escrito que recogemos literalmente: «Se acaba de realizar un acto como es el de
haber atracado un banco a mano armada; se inicia la huida y ésta es controlada
por la Policía actuante perseguidora, sabiendo a quiénes persiguen, sabiendo
que los perseguidos van armados y asimismo la Policía Local iba provista del
arma reglamentaria». Entiende, en consecuencia, que no seria lógico calificar
como alevosa una acción que podía resultar previsible dada la acción
previamente realizada por los imputados. En este sentido, el recurrente pasa a
citar la jurisprudencia del Tribunal Supremo que exige que «la indefensión se
produzca desde el momento inicial, de la acción y dure todo el transcurso de la
ejecución. No cabiendo su apreciación cuando el agredido pudo inicialmente
apercibirse para la defensa y hacer frente a su agresor». Al analizar el motivo
que ahora exponemos, debemos partir de un dato esencial: es evidente que la
calificación alevosa de un hecho no puede realizarse sin la adecuada precisión.
Así, un relevante sector de la doctrina española se ha preocupado de advertir
que en esta materia existe el peligro grande de que, por interpretar de una
cierta manera amplia el viejo art. 10.1, y ahora el art. 22.1 CP, demasiados
homicidios se transformen en asesinatos porque casi siempre, y ello es
prácticamente instintivo en quien quiere matar a otro, se emplean medios, modos
o formas que tienden a asegurar. lo que se quiere conseguir, esto es la muerte
del atacado con el menor riesgo posible: si no estaríamos ante un duelo... Ello
entra dentro de la lógica delicuencial del que va a matar que no suele avisar a
la víctima en la mayor parte de los casos, de la acción que va a desarrollar o
ejecutar. La advertencia es importante y por ello, como dice frecuentemente
nuestra jurisprudencia, es preciso que lo tocante a esta materia se desenvuelva
con serenidad y prudencia. Lo que, desde luego, se ha hecho en la sentencia de
instancia. Para entender claramente el problema, es preciso recordar que según
una jurisprudencia clásica la circunstancia de la alevosía puede apreciarse en
distintos supuestos. Así, según las STS 15 de diciembre de 1992, «puede
derivarse de la manera de realizar la agresión, bien de forma proditoria o
aleve, cuando se obra en emboscada o al acecho a través de una actuación
preparada para que el que va a ser la víctima no pueda percibirse de la
presencia del atacante o atacantes hasta el momento mismo del hecho, bien de
modo súbito o por sorpresa, cuando el agredido, que se encuentra confiado con
el agresor, se ve atacado de forma rápida e inesperada. También puede haber
alevosía como consecuencia de la particular situación de la víctima, ya por
tratarse de persona indefensa por su propia condición (niño, anciano, inválido,
ciego), ya por hallarse accidentalmente privada de aptitud para defenderse». En
definitiva, el núcleo, la esencia, del concepto de alevosía se hallaría en la
inexistencia de posibilidades de defensa por parte del sujeto pasivo lo que
conecta con su origen histórico, pues tal circunstancia, como cualificativa del
homicidio, apareció ligada a la tradición caballeresca medieval según la cual
la muerte cobarde de un hombre encerraba mucha mayor gravedad que la que tenía
lugar cara a cara y observando las reglas del juego. De acuerdo con este
planteamiento, la jurisprudencia de nuestro Tribunal Supremo viene excluyendo
de la alevosía los supuestos en que la agresión cobarde ha venido precedida de
una secuencia de hechos que hacía prever que se produjera. Lo determinante
sería la acción inicial pues, si la misma no fuese alevosa, las incidencias
posteriores no serían más que una simple consecuencia del intento de asegurar
el resultado. La repulsa social que justificarla la agravante debería
reservarse para el hecho realizado estrictamente a traición, es decir, para el
que resulta inesperado y sorprendente produciendo indefensión. Es por ello que,
según una posición reiteradísima (por todas SsTS 22 de marzo de 1957 y
1222/1994,.de 10 junio) «las situaciones de reyerta suelen excluir de ordinario
la estimación de esta agravante porque puede racionalmente entenderse que el
ofendido tenía motivos para sospechar el peligro que le amenazaba y precaverse
de la agresión». En el mismo sentido, «el carácter sorpresivo o traicionero,
incluso de acechanza, que esencialmente .delimitan esta agravante como
productora de una total o muy evidente indefensión de la víctima, con la
consiguiente seguridad que ello produce en el agente comisor, no pueden ser
apreciadas... ya que habla desaparecido cualquier sorpresa en las víctimas» que
tiene que estar desprevenida. Todo lo anterior es cierto, pero también lo es
que el hecho de que la agresión inicial excluya por regla general la Sorpresa,
no implica que siempre y en todo lugar fuere imposible apreciar la
circunstancia. Dependerá de cada caso. Así, el Tribunal Supremo ha establecido
un importante matiz en los supuestos de la denominada alevosía sobrevenida. Es
decir, cuando el hecho inicial no es traicionero pero se transforma con
posterioridad, pudiendo distinguirse dos acciones distintas que imposibilitan
una única calificación. La STS 9 de julio de 1991 señala: «la más moderna
doctrina de esta Sala viene admitiendo en ocasiones la impropiamente denominada
«alevosía sobrevenida», referida a aquellos cursos o series delictivas plurales
aunque cronológicamente inmediatos, en los que lo decisivo ha de ser la
determinación de si existió una sola acción o dos diferentes, aunque inmediatas
en su sucesión temporal». En el primer caso no cabe apreciar la alevosía, en
tanto que en el segundo sí. En definitiva, el problema se centrará en si
existió unidad de acción pues si hubo una pluralidad de conductas
diferenciables, aun cuando fueren próximas o ligadas, y en alguna de las
sucesivamente realizadas tuvo lugar a acechanza o traición es indudable que
será posible apreciar la agravante, pues la víctima podía estar prevenida para
todas las consecuencias ordinarias del primer acto pero no de los siguientes
cuando los mismos reflejan una diferencia cualitativa en la finalidad
delictiva. Lo determinante es la existencia de una variación esencial en el
recurso de los hechos. El que está preparado para ser robado, no tiene porqué
estarlo para repeler un ataque mortal. El que conoce el propósito homicida de
un hombre, intenta organizar su defensa según las previsiones lógicas. No puede
esperar, normalmente al menos, un ataque colectivo o con medios
desproporcionados. El cambio de escenario origina una modificación de las
reglas del combate y, por tanto, de su calificación jurídica. En el caso
concreto objeto de nuestro enjuiciamiento, es de apreciar esa diferencia a
esencial en el desarrollo fáctico. Efectivamente se produce un atraco a un banco
y los delincuentes, que han tomado a un rehén, huyen en coche perseguidos por
la policía. A continuación (pasamos a copiar lileralmente los hechos probados)
«en un momento de la persecución y cuando los acusados se percatan de qué son
perseguidos por un vehículo policial ocupado por los Agentes de la Policía
Local doña M. de los A. G. G. y doña M. S. M. N., en los Llanos del P., y sin
que previamente hubiera habido intercambio de palabras entre ellos, C. L.
ordena al conductor G. B. que detenga el vehículo y bajando del mismo se dirige
hacia el vehículo policial, descargando dos ráfagas de fuego contra ambas
agentes, con la intención de matarlas, siendo éstas alcanzadas por numerosos
proyectiles que incidieron en sus cabezas, rostros, cuello y troncos afectando
a órganos vitales que les produjeron la muerte casi instantánea». Y sigue el
relato de hechos probados indicando: «C. L. se dirigió hacia el vehículo
portando la metralleta, y tras aproximarse al mismo, de forma totalmente
inopinada y sorpresiva, desde la derecha del vehículo en el sentido de su
marcha, descargó dos ráfagas de fuego contra ambas agentes, las cuales ni
pudieron advertir previamente su intención, ni tuvieron posibilidad alguna de
defensa». Se trata sin duda de un actuar a traición y sobre seguro, de manera
que impedía por completo la reacción de las víctimas. Es evidente que el hecho
de atracar el Banco y huir tiene unas características que se rompen desde el
momento en que L. ordena detener el vehículo. Ahora se inicia una nueva, acción
caracterizada por la perfidia y la emboscada: dirigirse hacia las, víctimas de
manera sigilosa para matar sin riesgos. Las agentes de la Policía podían prever
los normales riesgos, incluso mortales, derivados de la persecución de unos
delincuentes, pero no un ataque específicamente dirigido causar la muerte. Se
trata indudablemente de un asesinato. El motivo debe rechazarse. QUINTO.- Con respecto a la cita aislada
de la letra e) del art. 846 bis c) LECrim. nos basta con recordar, como ya ha
hecho el Tribunal Supremo, que la vulneración del derecho a la presunción de
inocencia se ha convertido en la alegación más frecuentemente repetida pero
peor sostenida en la práctica forense. Nada hay, en el caso sometido a
enjuiciamiento, que permita pensar en tal tema. La prueba de cargo ha sido
completa, incluso abrumadora. ¿Cómo es posible plantear siquiera este tema, sin
intentar por otra parte desarrollarlo? El motivo debe rechazarse. SEXTO.-. Pasando al recurso formulado
por la representación procesal de G. B. y G. E. R. D., el mismo se plantea en
base a los apartados b) y e) del art. 846 bis c) de la LECrim. El b), es decir,
la alegación de que la sentencia ha incurrido en infracción legal, encuentra su
fundamento en la siguiente frase de su escrito. «Para poder imputar a título de
autores del párrafo 1º del art. 28 CP de dos delitos de asesinato a B. y a R.
se requeriría que previamente a que L. realizara la acción, los otros dos
acusados supieran lo que iba a realizar y decidieran realizarlo conjuntamente,
lo que no puede deducirse de los hechos declarados probados sino todo lo
contrario, al señalar expresamente que previamente no intercambiaron palabra
entre ellos». En definitiva plantean un tema, el de la coautoría, que ha sido
suficientemente estudiado por nuestra doctrina jurisprudencial. Como señala la
STS 16 de mayo de 1989, «es doctrina pacífica y reiterada de esta Sala la
referente a la comunicabilidad del resultado atentatorio a la vida o integridad
física en el robo violento cuando surgida la societas scaeleris por el común acuerdo de perpetración del robo,
con clara disposición de empleo de los medios violentos precisos, cual deriva
del conocimiento y determinación del porte y eventual uso de armas o medios
peligrosos, resulta previsible -y aun probable- la originación de un resultado
lesivo, o aun mortal... De allí que sea doctrina jurisprudencial la de que el
previo concierto para llevar a término un delito de robo con violencia o
intimidación que no excluya a priori todo
riesgo para la vida o la integridad de las personas responsabiliza a todos los
partícipes directos del robo con cuya ocasión se causa homicidio o lesiones
dolosamente aunque sólo alguno o algunos de ellos sean los autores o ejecutores
materiales de aquellos». De manera aún más clara, la STS 2 de marzo de 1987
señala: «si el delito se ha de cometer con el empleo de armas o de medios
peligrosos capaces no sólo de intimidar o de atemorizar a la víctima o víctimas
sino de herirlas e incluso matarlas, toda vez que, al convenir o plantar una
infracción de esa índole, todos los partícipes se representan no sólo la
posibilidad sino la probabilidad de que si, el ofendido u ofendidos no se
arredran con la exhibición de las armas y se niegan a entregar el dinero o los
bienes muebles apetecidos, se resisten o si les hacen frente o tratan de
impedirles la huida, sería corolario insoslayable de la intimidación, el uso
vulnerante o letal de dicha armas y, por tanto, el empleo de violencia de las
personas, aceptando, todos los dichos partícipes, esa posibilidad y el riesgo
consiguiente, debiendo, en su caso, responder todos aunque sea uno solo u
otros, los ejecutores materiales y directos de un homicidio que se
representaron como posible y hasta como probable, sin que tal representación
les arredrara o les hiciera desistir de sus antijurídicos planes». En este
sentido, basta con recordar que, en la ejecución de los hechos, según se deduce
de los establecidos con el carácter de «probados», los imputados no sólo iban
provistos de pistolas sino hasta de una metralleta. La voluntad de vencer todos
los obstáculos que se les hubieren interpuesto resulta, así, indudable Y la
muerte en este caso no fue un hecho meramente episódico como se alude en alguna
concreta jurisprudencia que ha querido ser utilizada por las defensas. No se
trató de un incidente aislado, sino la consecuencia previsible de una actuación
brutal. Es cierto que existe una jurisprudencia, la reflejada en la STS 28 de
noviembre de 1990, a tenor de la cual «cuando al realizarse un hecho delictivo
de cualquier clase en el que colaboran varias personas conforme al plan por
ellos concertado, en un determinado instante se produce la huida precipitada de
cada uno separadamente unos de los otros, bien por la llegada de la policía o
por otra razón, de lo que ocurre por la actuación aislada de uno de los
copartícipes en esos momentos posteriores a la ruptura de la acción conjunta,
ha de responder individualmente el que lo realice, sin poderse imputar a los
demás, lo que uno haga por separado de los otros, por aplicación del elemental
principio de culpabilidad en virtud del cual nadie ha de responder de los actos
de otro». Pero no es este el caso, pues en ningún momento se produce aquí
ruptura de la acción conjunta. Los recurrentes intervienen en los hechos unidos
hasta el final. Es indudable, como se señaló por la defensa en el acto del
juicio, que toda esta materia debe matizarse desde el momento en que el nuevo
Código Penal suprime la figura compleja de robo con homicidio, expresando una
firme política punitiva que quiere eliminar todos los supuestos de
responsabilidad por un resultado no concordante con la culpabilidad realmente
acreditada. Sin embargo, en lo que se refiere a las actuaciones que estamos
analizando, los acusados operaron con arreglo a criterios de división de un
trabajo cuyo objetivo último era conseguir la huida, alejando a sus
perseguidores. L., se baja del automóvil, avanza a escondidas y dispara. B. y
D., por su parte y de manera respectiva, controlan el vehículo, poniéndolo en
marcha rápidamente para eliminar a los perseguidores, y vigilan al rehén que
podría haberles impedido la acción. Participan todos, en consecuencia, en la
realización del hecho mediante una decisión conjunta que, aunque no
verbalizada, se manifestó claramente a través de la concatenación de los
distintos actos que condujeron al fin que ahora analizamos. Desde un punto de
vista meramente especulativo, podría también plantearse la posibilidad de
entender que los ahora recurrentes, B. y R. D., fueren coautores de un delito
de homicidio, pero no el de asesinato y ello en base a un presunto exceso en
los medios utilizados por el autor directo, L., del que no podría hacerse
responsables a los demás. Habrían querido matar, pero no asesinar. Pero para
responder a esta cuestión nos basta con transcribir el contenido literal del
correspondiente hecho probado: «QUINTO.- Los ocupantes provistos de pistolas y
la metralleta no sólo no se opusieron a la orden de L. cuando le dijo al
conductor "para", sino que, pese a ser perseguidos, se detienen,
observan cómo baja con la metralleta L. le esperan y tras ver cómo disparaba
varias ráfagas al vehículo policial, al volver, R. D. pregunta "¿le has
matado?" y de forma inmediata y a gran velocidad reinician la huida». Es
decir, los recurrentes intervienen en la emboscada, de una manera directa y
consciente, desde el momento en que deciden parar el vehículo para de manera
sorpresiva e inopinada disparar contra sus perseguidores. No impidieron, en
forma alguna, la acción de L. Bien al contrario, la aceptaron para mejor huir.
Tuvieron un condominio sobre la ejecución del hecho típico, que en todo momento
estuvo en sus manos, de tal manera que, si hubieran retirado su contribución,
habrían podido desvaratar el plan, evitando las muertes. No lo hicieron así.
Los tres pusieron los medios necesarios para que la emboscada lograse su
objetivo. El motivo debe rechazarse. SEPTIMO.-
A continuación. los ahora recurrentes, B. y R. D., plantean como motivo de
recurso una presunta vulneración de su derecho a la presunción de inocencia.
Aun cuando lo que realmente hacen es insistir por esta vía en el mismo tema
analizado anteriormente, es decir, si se ha apreciado o no correctamente la
imputación de «asesinato», lo cierto es que inciden en una confusión elemental.
En el fondo, no cuestionan la presunción de inocencia sino, bien al contrario,
la valoración de la prueba. Como dice la STS 13 de febrero de 1996 «la
valoración de la prueba, sobre todo si es directa, queda extramuros de la
presunción de inocencia (SsTS 10 de marzo de 1995 y 18 de noviembre de 1994,
SsTC núm. 120 de 1994, 63 y 21 de 1993)». Una vez constatada la existencia de
prueba de cargo, lo que cabrá hacer, si procesalmente fuere posible, es
discutida pero no alegar una inexistente presunción que ha quedado destruida
desde el momento en que ha sido llevado a juicio suficiente material
probatorio. Y lo cierto es que la existencia de este material es algo que no ha
podido ser cuestionado, pues es evidente. Basta una simple lectura de las
actuaciones. De manera teórica, los recurrentes podrían decir que si bien
existe suficiente prueba de los hechos concretos, la discusión se centraría en
si la misma puede acreditar la aceptación del asesinato por sus defendidos B. y
D. Pero si ello es así, habría que insistir en que entonces nos encontraríamos
ante el problema del significado dado a la prueba, es decir, su valoración. No
sería nunca una cuestión de presunción de inocencia. Por otra parte, la
razonabilidad, es decir, la sensatez y lógica de las conclusiones extraídas por
el Jurado resulta fuera de toda duda. A la vista de las pruebas practicadas en
juicio, su veredicto resulta completamente coherente. El motivo debe
rechazarse. OCTAVO.- No se aprecian
motivos bastantes para hacer expresa imposición a cualquiera de las partes de
las costas causadas en esta alzada, que, por tanto, deberán ser declaradas de
oficio.