§20. SENTENCIA DEL TRIBUNAL SUPERIOR DE JUSTICIA DE ANDALUCIA DE UNO DE OCTUBRE DE MIL NOVECIENTOS NOVENTA Y OCHO.

 

Doctrina: Concurrencia entre motivación del veredicto y motivación de la sentencia del magistrado-presidente.

Ponente: Plácido Fernández-Viagas Bartolomé.

 

*     *     *

 

HECHOS PROBADOS

PRIMERO.- 1/(1.A.1, 1.B.1, 1.C.1 y 1.D.1) A primeras horas de la mañana del día 18 de diciembre de 1996, C. L. en compañía de M. P., G. B. Y J. E. R. D., puestos previamente de acuerdo y provistos de metralletas y pistolas, así como de bigotes, pelucas y narices postizas para evitar ser reconocidos, se dirigieron a la oficina central del Banco de S., sita en la calle G., con el propósito común de apoderarse del dinero y de los objetos de valor depositados en cajas de seguridad y sobre las 7 horas 10 minutos cuando don J. de M.M., empleado de la entidad bancaria se disponía abrir, la puerta de la sucursal, en la calle Málaga, para acceder a la misma, se le acercó uno de los acusados e intimidándolo, a la vez que le informaba de que era un atraco, lo obligó a entrar, aprovechando el resto de los acusados para penetrar provistos de los disfraces y de las armas con las que a continuación intimidaron y neutralizaron al resto de los empleados, conforme éstos iban llegando. Ya en el interior forzaron las cajas de seguridad 11,30, 32, 34, 35, 37, 58, 59, 60, 61 ,63 ,64 y 65, apoderándose de efectos por valor de 28.376.246 pts., para lo cual tuvieron que utilizar martillos, palanquetas, seguetas, sierras y otros instrumentos que portaban en una bolsa; y tras esperar a la apertura de la caja fuerte apoderando de dinero en metálico, procedente del cajero 4B y de la misma, por un total de 71.791.702 ptas. que posteriormente fue recuperado; sin que los acusados hubieran tenido disponibilidad sobre dinero o joyas. Para ocultar su identidad, C. L., G. B., J. E. R.D., M. P. utilizaron narices postizas, pelucas y gafas. SEGUNDO.- A la 8 horas, 30 minutos, los acusados ordenaron a los empleados que abrieran las puertas de la entidad, y permitieran a los clientes entrar en la misma, neutralizando, tras intimidarlos a los que accedieron. Así las cosas, accedió, al local, por la puerta de la calle G., el vigilante de la entidad “S” don M. C. P. , que portaba una saca de documentos, siendo inmediatamente reducido, desarmado, amenazado con un arma de fuego y obligado a tirarse al suelo mientras tanto acuden a la sucursal, tanto el otro vigilante, don A. R. C. conductor del vehículo blindado de la empresa referida, como policías locales alertados por los transeúntes de que se estaba cometiendo un atraco; por lo que ante tal actividad los acusados C. L., G. B. y J. E. R. D. se percatan de que habían sido descubiertos y tras decidir marcharse, y para facilitar la huida, tomaron como rehén al vigilante de seguridad don M. C., saliendo a la calle M. con el mismo, amenazado con un arma de fuego. Como quiera que M. P. se encontraba en el sótano, en las cajas de seguridad cuando entró el vigilante jurado en la entidad bancaria y no entendía muy bien, entonces el idioma español, no tuvo conocimiento de que los otros tres acusados habían decidido llevarse como rehén a don M. C. de que los otros. tres acusados habían decidido llevarse como rehén, a don M. C. Cuando los acusados deciden huir, P. salió el primero, refugiándose en el Hotel B. donde posteriormente fue detenido; sin saber lo que hacían el resto de los acusados. El vigilante jurado fue sacado del establecimiento por el resto de los acusados, uno de los cuales ya lo rodeaba con el brazo por el cuello y apuntaba a la cabeza con la pistola que esgrimía en la otra mano, de tal forma que se le impedía cualquier posibilidad de defensa. TERCERO.- Al observar los acusados que el vehículo que previamente habían dejado estacionado en la Plaza de las T. para facilitar la huida no se encontraba en el lugar, se dan a la fuga y C. L. se encuentra frente a la agente de la Policía Local con carnet profesional 9.162 a la que apuntando con una metralleta le dijo “vete que te mato”, por lo que la misma, que carecía de todo tipo de arma, y temiendo por su vida, se retiró lentamente hacia la calle J. M. CUARTO.- Posteriormente C. con G. B. y J. E. R. D., llevando consigo al rehén, se dirigieron al vehículo matrícula X, en cuyo interior se encontraba su propietario J. D. G., acompañado de su hijo de 10 años, y tras obligarlos a bajar, intimidándolos con una metralleta, se introducen los tres acusados en el vehículo, introduciendo igualmente, por la fuerza al vigilante de seguridad, que en todo momento iba encañonado y emprendiendo a continuación la huida a gran velocidad por la calle C. M. QUINTO.- En un momento de la persecución y cuando los acusados se percatan de que son perseguidos por un vehículo policial ocupado por las Agentes de la Policía Local, doña M. de los A. G. G., doña M. S. M. N. en los llanos de Pretorio, y sin que previamente hubiera habido intercambio de palabras entre ellos, C. L. ordena al conductor G. B. que detenga al vehículo, y bajando del mismo se dirige hacia el vehículo policial, descargando dos ráfagas de fuego contra ambas agentes, con la intervención de matarlas, siendo éstas alcanzadas por numerosos proyectiles que incidieron en sus cabezas, rostros, cuellos y troncos, afectando a órganos vitales que les produjo la muerte casi instantánea. C. L. dirigió hacia el vehículo policial portando la metralleta, y tras aproximarse al mismo, de forma totalmente inopinada y sorpresiva, desde la derecha del vehículo en el sentido de su marcha, descargó dos ráfagas de fuego contra ambas agentes, las cuales ni pudieron advertir previamente su intención, ni tuvieron posibilidad alguna de defensa. En el vehículo viajan B. conduciendo, L. en el asiento delantero derecho y D. el asiento trasero con el vigilante jurado; y, al percatarse de la presencia policial, sin haber previamente cruzado palabra alguna entre ellos en todo el trayecto, U. ordena que se detengan y saliendo del vehículo se dirige hacia el coche policial, disparando ráfagas de metralleta. Los ocupantes provistos de pistolas y la metralleta no sólo no se opusieron a la orden de L. cuando le dijo al conductor «para», sino que, pese a ser perseguidos, se detienen, observan como baja con la metralleta L., le esperan y tras ver como disparaba varias ráfagas al vehículo policía, al volver, R. D. pregunta «¿Le has matado?» y de forma inmediata y a gran velocidad reinician la huida.

FUNDAMENTOS DE DERECHO

PRIMERO.- Por razones sistemáticas, procederemos a analizar en primer lugar el recurso formulado por C. U. Con respecto al mismo, es de observar un defecto de construcción que no es posible eludir. En la parte que titula «motivos del recurso» hace referencia a dos: el del art. 846 bis c) a) párrafo 2º de la LECrim., por defecto en la proposición del objeto del veredicto, y el de la letra b) del mismo precepto “por indebida aplicación del art. 139.1 CP”, pasando a desarrollar ampliamente las razones que justifican tal impugnación. Sin embargo, de manera incidental y sin exposición, en un apartado anterior bajo el título “fundamentos procesales”, señala que “se fundamenta este recurso en los motivos a), a) párrafo segundo y e) del art 846 bis c) LECrim., y en el ,párrafo 2" del art. 70 de la LO 5/1995 del Tribunal del Jurado, puesto que en la sentencia dictada en su día no se concreta la existencia de prueba de cargo exigida por la garantía constitucional de presunción de inocencia». Introduce, así y sin desarrollarlo, el tema de la presunción de inocencia y plantea un nuevo problema, el de la posible vulneración del art. 70 de la Ley del Jurado. Es decir, formula cuestiones distintas según el apartado de que se trate: «fundamentos» o «motivos» del recurso. Tal peculiar forma de impugnación no deja de tener consecuencias. No hay que olvidar que nos encontramos ante un recurso de carácter excepcional, por motivos tasados, que se asemeja más al recurso de casación que al propio de apelación. Con independencia de su razón doctrinalmente se ha hablado de un principio «pro jurado» que limitaría la revisión del juez técnico, lo cierto es que no cabría admitir causas distintas de las específicamente relacionadas en el art. 846 bis c) LECrim. Al mismo tiempo, tal configuración impedida también la alegación de motivos genéricos, en este caso el de la presunción de inocencia, mediante la simple cita del precepto y sin ninguna concreción precisamente porque a la Sala de revisión le está impedida la posibilidad de someter de nuevo lo actuado a un examen completo e indiscriminado. Si se recurre, se debe, expresar el porqué. No se puede obligar al órgano judicial a que desarrolle un esfuerzo imaginativo sobre las razones de la oposición del justiciable. Ello no obstante, aunque sólo fuere por razones de cortesía forense, pasaremos a tratar todas las cuestiones alegadas. No puede olvidarse que, según un acreditado discurso doctrinal, únicamente en virtud de los motivos el que ha perdido un pleito sabe cómo y por qué. Los motivos le invitan a comprender la sentencia y «le piden que no se abandone durante demasiado tiempo al amargo placer de renegar de la justicia». Le ayudan a decidir si debe o no apelar o, en su caso, ir a la casación. Igualmente le permitirán no colocarse de nuevo en una situación que haga nacer un segundo proceso. No basta, así con justificar técnicamente una resolución, es necesario también que el justiciable comprenda nuestras razones. Pasamos, en consecuencia, a intentarlo con independencia del hecho elemental de que la técnica procesal del recurso haya sido, en algunos casos, totalmente incorrecta. SEGUNDO.- Siendo ello así, el primer motivo que debemos entonces considerar es el relativo a una presunta vulneración del párrafo 2º del art 70 de la Ley Orgánica del Tribunal del Jurado en lo que se refiere a la necesidad de concretar en la sentencia la prueba de cargo exigida por la garantía constitucional de la presunción de inocencia». Su tratamiento puede justificarse por el hecho de que en su escrito parece aludirse, aunque de manera inconexa, a la letra a), párrafo segundo del art. 846 bis c). Podría entenderse que la pretendida vulneración del art. 70.2 de la Ley del Jurado implicaría, de hecho, la de las normas y garantías procesales a que alude la letra a). Es Cierto que las características con las que ha sido concebido este recurso no permitirían basarlo en esta forma nebulosa y cuasi malabar, pero el carácter tutelar de los órganos judiciales con respecto a quienes reclaman derechos que en definitiva afectan al bien jurídico de la libertad personal determina que consideremos lo que se nos plantea, máxime cuando desde una perspectiva antiformalista lo esencial podría ser, antes que la cita del precepto, la exposición real del problema. Pues bien, se nos dice literalmente que en sentencia dictada “no se concreta la existencia de la prueba de cargo” lo que nos viene a plantear problema de la motivación de la misma, engarzando así con una cuestión que constituye uno de centros de atención más relevantes en la cultura jurídica contemporánea, en tanto manifestación del necesario control de los jueces y tribunales. Efectivamente, el art. 9.3 de nuestro texto Constitucional establece con rotundidad la sujeción a responsabilidad y «la interdicción de la arbitrariedad” de los Poderes Públicos. Y como quiera que jueces y tribunales manifiestan poder a través sus sentencias, la manera de evitar la irrazonabilidad será exigir su motivación porque, al explicar los argumentos que dan lugar a una determinada consecuencia, se asegura el control de su corrección y procedencia por la ciudadanía y los justiciables. Así, el art. 120.3 CE expresamente establece que «las sentencias serán siempre motivadas». Y es que el control de los jueces constituye la última manifestación de un proceso de racionalidad y eliminación de la discrecionalidad en las relaciones del ciudadano con el aparato estatal. Se trata de asegurar el conocimiento de las razones que motivan una decisión, haciendo así efectivo el derecho al recurso que el Pacto Internacional de Derechos civiles y políticos garantiza cuando nos dice, en su art. 14.5, que «toda persona declarada culpable de un delito tendrá derecho a que el fallo condenatorio y la pena que se le haya impuesto sean sometidos a un tribunal Superior conforme a lo prescrito por la ley». En este sentido, la STC 28/1994, de 27 de enero, nos indica: «las decisiones judiciales han de exteriorizar el proceso mental que ha llevado a la parte dispositiva, dar a conocer las reflexiones que conducen al fallo como factor de racionalidad en el ejercicio del poder». Por su parte, el STS 12 de noviembre de 1991 nos señala claramente que: «la omisión de la motivación de una resolución judicial determina la aplicación de los arts. 238 y 240.2 LOPJ, toda vez que ello implica, en primer lugar, haber prescindido total y absolutamente de las normas esenciales del procedimiento. Por otra parte, se trata de una infracción que produce efectiva indefensión; pues priva al recurrente de la posibilidad de discutir ante el Tribunal Supremo las razones del Tribunal a quo, dado que las desconocen. De esta manera la doble instancia prevista en la ley quedaría reducida sólo a una». La falta de motivación estaría obstaculizando, en la práctica, la adecuada posibilidad de recurso, y por tanto de defensa. Todo esto es elemental hoy día. Sin embargo, cabría preguntarse si resulta aplicable a la actuación del Jurado, y más en concreto a su veredicto. Es cierto que tal órgano ejerce justicia y, como tal, debería estar sujeto también a control. Sería posible plantear, no obstante; que históricamente el Jurado ha sido simplemente el dueño de los hechos. Así, en la doctrina más clásica se señalaba: «El pueblo no es jurisperito. Es preciso presentarle un hecho, un solo hecho» y nada más. Exigirle una motivación implicaría obligarle a especulaciones de carácter intelectual a las que no estaría llamado. El Tribunal del Jurado, como órgano de participación popular, manifiesta una voluntad que no es necesario que esté depurada por la técnica entre otras razones porque el conocimiento de la misma no es su misión sino la del juez profesional. Es por ello que en la Ley de 1888 para nada se alude a tal obligación. A tenor de su art. 87 y ss., en el acta se reflejará exclusivamente su veredicto sobre los hechos, sin mayor explicación. Es lo cierto, sin embargo, que la preocupación de nuestro legislador por la transparencia y el control han determinado que en la Ley 5/1995 se indique que en el acta a extender concluida la votación, art. 61.l d), se incluirá un cuarto apartado iniciado de la siguiente forma: «Los Jurados han atendido como elementos de convicción para hacer las precedentes declaraciones a los siguientes...». Este apartado contendrá una sucinta explicación de las razones por las que han declarado o rechazado declarar como probados determinados hechos». Tal obligación no deja de plantear, sin embargo, otro tipo de problemas. Una falta de claridad expositiva, redacción o sistemática puede hacer contradictoria o incoherente la explicación. El Jurado puede manifestar perfectamente y con toda claridad su voluntad, ya lo hemos dicho, pero no tiene por qué saber explicarla. Para eso está el técnico. El legislador español ha entendido otra cosa, sin embargo, y a ello hay que estar. Los ciudadanos jurados han de exponer los elementos de convicción de que han partido, y lo cierto es que en el caso que estudiamos así se ha hecho como desarrollaremos, en su momento. El problema que plantea el recurrente en este punto es distinto. No nos dice que el Jurado hubiere dejado de explicar las razones o motivos de su veredicto. Lo que denuncia es que la sentencia (redactada por el Magistrado-Presidente) no concreta la existencia de prueba de cargo y por ello entiende que se ha vulnerado el art. 70.2 de la Ley. Pues bien, a la hora de abordar este problema, hemos de tener en cuenta que la exigencia de justificación ha sido considerada tan importante por el legislador que viene a imponerla no sólo a los ciudadanos jurados sino también al propio Magistrado-Presidente cuando redacta posteriormente la resolución. Es evidente que ello nos puede plantear serios problemas. Cabría la posibilidad teórica de que se dieran dos justificaciones distintas de unos mismos hechos. No sería nada extraño. La motivación es siempre subjetiva, unos datos tienen más o menos importancia según la estructura mental de su intérprete, máxime cuando uno es ajeno al mundo del derecho y el otro un profesional. Por muy racionales que sea las dos explicaciones, el riesgo de la incoherencia resulta evidente. Es por ello que sería escasamente razonable entender que el legislador ha querido dos motivaciones distintas e independientes. Bien al contrario, lo lógico es entender que ambas se complementan. Es decir; a tenor del art. 61 d), los ciudadanos jurados deben expresar los elementos de convicción de los que han partido para adoptar su veredicto. Y el Magistrado-Presidente (art. 70) lo que deberá hacer es, partiendo de esa relación, concretar la prueba de cargo determinante para la culpabilidad. Las razones las pone el Jurado, pero la especificación de los datos que sirven para destruir la presunción de inocencia la hace el Juez. Se trata de que el condenado sepa cuáles son las bases que fundamentan la sentencia y pueda recurriría con conocimiento. Se concilian así voluntad y técnica. El Jurado expresa el porqué de su veredicto y el Presidente relaciona, con mayor o menor exhaustividad, los elementos determinantes de la condena. Siendo ello así, es evidente que el motivo de recurso que analizamos no puede en lo absoluto prosperar. El Magistrado-Presidente no sólo concreta con toda precisión la prueba de cargo a su juicio pertinente, literalmente alude a que «es evidente que tales testimonios (los contenidos en las declaraciones de don J. I. R., don M. C. P.. y don G. P. L) los informes periciales de los Médicos forenses y los reportajes fotográficos son prueba de cargo suficiente», sino que, además, entra a desarrollar las razones de ello. La alegación del recurrente es aún más incomprensible cuando se comprueba la amplitud de las consideraciones contenida en la sentencia sobre este tema. Resultaría, por tanto, absurdo seguir especulando en este sentido. El motivo debe rechazarse. TERCERO.- A continuación, el recurrente plantea como motivo I del recurso, el hecho de que en su opinión (citamos literalmente) “existe una evidente contradicción y falta por consiguiente a la verdad, ya que es en el apartado 5.A.3. cuando por primera vez se habla de «arma reglamentaria» en posesión de la Policía Local y proposición ésta que no se pasará a votar, y así se hizo, es decir, no se votó por haber asumido el Tribunal del Jurado la proposición 5.A.1 y 5.A.2». Tan confusa redacción lo que parece querer expresar es que un hecho determinante para la conformación de la voluntad del Jurado, la posesión de un arma por la agente de la policía que mostraría que no estaba indefensa, no pudo ser considerada al no haber sido correctamente planteada al Jurado. Con respecto a ello, es preciso señalar que la adecuada proposición del objeto del veredicto constituye uno de los problemas centrales del juicio por Jurado. No se trata de una cuestión estrictamente jurídica. Es también lingüística y de expresión. El Magistrado-Presidente debe saber exponer con claridad los elementos determinantes de culpabilidad e inocencia. No podemos olvidar que el Jurado es dueño de los hechos y la sentencia deberá incluir «como hechos probados y delito, objeto de condena o absolución, el contenido correspondiente del veredicto». Pero si éste está mal formulado, o deja de incluir aspectos determinantes del debate, el resultado devendrá incongruente. Debe realizarse una adecuada labor de síntesis que permita, leyendo la proposición, conocer exactamente los puntos en litigio. Por eso es esencial una clara y correcta redacción. El Juez debe dominar el Derecho es indudable, pero cuando actúa como Magistrado-Presidente deberá también saber escribir, recogiendo todo lo que fuere esencial en forma comprensible para unos ciudadanos legos en derecho. Es un esfuerzo que resulta esencial para la suerte del procedimiento y en el que se precisa la colaboración de todos los profesionales intervinientes. Por ello, parece digno de todo elogio el art. 53 de la Ley cuando expresamente establece que «antes de entregar a los jurados el escrito con el objeto del veredicto, el Magistrado-Presidente oirá a las partes, que podrán solicitar las inclusiones o exclusiones que estimen pertinentes». Tal colaboración en el adecuado desarrollo de la administración de justicia permitirá concretar con precisión los diversos aspectos del debate. Con la prevención de que no se trata tampoco de incluir absolutamente todas y cada una de las incidencias que las defensas consideraren pertinentes. Como señalaban las Ss. 9 de julio de 1901 y 2 de octubre de 1912 «la recta interpretación del precepto (art. 70 y concordante de la Ley de 1882) no impone al Presidente del Tribunal una obligación de carácter absoluto que exija que necesariamente hayan de ser objeto de las preguntas que constituyan el veredicto todos los hechos relatados en los escritos de las partes, sino aquellos que de un modo efectivo puedan influir» en el debate. Lo que debe exigirse es nada menos, pero tampoco nada más, que claridad y precisión. Que se pregunte lo necesario y que los jurados lo entiendan. Es de observar, por otra parte, que el legislador al establecer el deber de colaboración de las parles en la determinación del objeto del veredicto, después de reconocer su derecho a «solicitar las inclusiones o exclusiones que estime pertinentes», señala que si las mismas fueren rechazadas «podrán formular protesta a los efectos del recurso que haya lugar contra la sentencia». Pues bien, en el presente procedimiento el correspondiente acta (folio 890 vto.) recoge literalmente lo siguiente: «Se constituye nuevamente el Jurado a fin de hacerles entrega del objeto del veredicto sobre cuyo contenido se oye a las partes a fin de que puedan solicitar inclusiones o exclusiones, manifestándose por todas las partes intervinientes que aceptan el contenido íntegro del objeto del veredicto». Es decir, si el recurrente manifestó su total aceptación de la propuesta resulta del todo punto incoherente su alegación de ahora, entre otras razones porque no formuló ninguna protesta. Pero lo que resulta totalmente determinante en este aspecto es que el correspondiente objeto se formula con toda claridad. Al Jurado se le ofrecieron las dos posibilidades, expresadas en la siguiente forma; «5.A.2 C. L. se dirigió hacia el vehículo policial portando la metralleta y tras aproximarse al mismo, de forma totalmente inopinada y sorpresiva, desde la derecha del vehículo en el sentido de su marcha. descargó dos ráfagas de fuego contra ambas agentes, las cuales ni pudieron advertir previamente su intención, ni tuvieron posibilidad alguna de defensa». O bien, «5.A.3. C. L. al dirigirse al vehículo policial observa que la Policía Local que ocupa el asiento del copiloto esgrime, su arma reglamentaria por lo que al pensar que dispararía contra él decidió disparar las ráfagas con la intención de matarlas». Las opciones no pueden estar más claras resulta absurdo en consecuencia pensar que el Jurado no conoció los elementos sobre los que se centraba el debate. El motivo no puede prosperar. CUARTO.- Plantea también el recurrente «la indebida aplicación del art. 139.1 CP, debiendo, su lugar, aplicar a los hechos declarados probados el art. 138 citado Código». Tal impugnación encuentra esencialmente su razón de ser en la siguiente frase de su escrito que recogemos literalmente: «Se acaba de realizar un acto como es el de haber atracado un banco a mano armada; se inicia la huida y ésta es controlada por la Policía actuante perseguidora, sabiendo a quiénes persiguen, sabiendo que los perseguidos van armados y asimismo la Policía Local iba provista del arma reglamentaria». Entiende, en consecuencia, que no seria lógico calificar como alevosa una acción que podía resultar previsible dada la acción previamente realizada por los imputados. En este sentido, el recurrente pasa a citar la jurisprudencia del Tribunal Supremo que exige que «la indefensión se produzca desde el momento inicial, de la acción y dure todo el transcurso de la ejecución. No cabiendo su apreciación cuando el agredido pudo inicialmente apercibirse para la defensa y hacer frente a su agresor». Al analizar el motivo que ahora exponemos, debemos partir de un dato esencial: es evidente que la calificación alevosa de un hecho no puede realizarse sin la adecuada precisión. Así, un relevante sector de la doctrina española se ha preocupado de advertir que en esta materia existe el peligro grande de que, por interpretar de una cierta manera amplia el viejo art. 10.1, y ahora el art. 22.1 CP, demasiados homicidios se transformen en asesinatos porque casi siempre, y ello es prácticamente instintivo en quien quiere matar a otro, se emplean medios, modos o formas que tienden a asegurar. lo que se quiere conseguir, esto es la muerte del atacado con el menor riesgo posible: si no estaríamos ante un duelo... Ello entra dentro de la lógica delicuencial del que va a matar que no suele avisar a la víctima en la mayor parte de los casos, de la acción que va a desarrollar o ejecutar. La advertencia es importante y por ello, como dice frecuentemente nuestra jurisprudencia, es preciso que lo tocante a esta materia se desenvuelva con serenidad y prudencia. Lo que, desde luego, se ha hecho en la sentencia de instancia. Para entender claramente el problema, es preciso recordar que según una jurisprudencia clásica la circunstancia de la alevosía puede apreciarse en distintos supuestos. Así, según las STS 15 de diciembre de 1992, «puede derivarse de la manera de realizar la agresión, bien de forma proditoria o aleve, cuando se obra en emboscada o al acecho a través de una actuación preparada para que el que va a ser la víctima no pueda percibirse de la presencia del atacante o atacantes hasta el momento mismo del hecho, bien de modo súbito o por sorpresa, cuando el agredido, que se encuentra confiado con el agresor, se ve atacado de forma rápida e inesperada. También puede haber alevosía como consecuencia de la particular situación de la víctima, ya por tratarse de persona indefensa por su propia condición (niño, anciano, inválido, ciego), ya por hallarse accidentalmente privada de aptitud para defenderse». En definitiva, el núcleo, la esencia, del concepto de alevosía se hallaría en la inexistencia de posibilidades de defensa por parte del sujeto pasivo lo que conecta con su origen histórico, pues tal circunstancia, como cualificativa del homicidio, apareció ligada a la tradición caballeresca medieval según la cual la muerte cobarde de un hombre encerraba mucha mayor gravedad que la que tenía lugar cara a cara y observando las reglas del juego. De acuerdo con este planteamiento, la jurisprudencia de nuestro Tribunal Supremo viene excluyendo de la alevosía los supuestos en que la agresión cobarde ha venido precedida de una secuencia de hechos que hacía prever que se produjera. Lo determinante sería la acción inicial pues, si la misma no fuese alevosa, las incidencias posteriores no serían más que una simple consecuencia del intento de asegurar el resultado. La repulsa social que justificarla la agravante debería reservarse para el hecho realizado estrictamente a traición, es decir, para el que resulta inesperado y sorprendente produciendo indefensión. Es por ello que, según una posición reiteradísima (por todas SsTS 22 de marzo de 1957 y 1222/1994,.de 10 junio) «las situaciones de reyerta suelen excluir de ordinario la estimación de esta agravante porque puede racionalmente entenderse que el ofendido tenía motivos para sospechar el peligro que le amenazaba y precaverse de la agresión». En el mismo sentido, «el carácter sorpresivo o traicionero, incluso de acechanza, que esencialmente .delimitan esta agravante como productora de una total o muy evidente indefensión de la víctima, con la consiguiente seguridad que ello produce en el agente comisor, no pueden ser apreciadas... ya que habla desaparecido cualquier sorpresa en las víctimas» que tiene que estar desprevenida. Todo lo anterior es cierto, pero también lo es que el hecho de que la agresión inicial excluya por regla general la Sorpresa, no implica que siempre y en todo lugar fuere imposible apreciar la circunstancia. Dependerá de cada caso. Así, el Tribunal Supremo ha establecido un importante matiz en los supuestos de la denominada alevosía sobrevenida. Es decir, cuando el hecho inicial no es traicionero pero se transforma con posterioridad, pudiendo distinguirse dos acciones distintas que imposibilitan una única calificación. La STS 9 de julio de 1991 señala: «la más moderna doctrina de esta Sala viene admitiendo en ocasiones la impropiamente denominada «alevosía sobrevenida», referida a aquellos cursos o series delictivas plurales aunque cronológicamente inmediatos, en los que lo decisivo ha de ser la determinación de si existió una sola acción o dos diferentes, aunque inmediatas en su sucesión temporal». En el primer caso no cabe apreciar la alevosía, en tanto que en el segundo sí. En definitiva, el problema se centrará en si existió unidad de acción pues si hubo una pluralidad de conductas diferenciables, aun cuando fueren próximas o ligadas, y en alguna de las sucesivamente realizadas tuvo lugar a acechanza o traición es indudable que será posible apreciar la agravante, pues la víctima podía estar prevenida para todas las consecuencias ordinarias del primer acto pero no de los siguientes cuando los mismos reflejan una diferencia cualitativa en la finalidad delictiva. Lo determinante es la existencia de una variación esencial en el recurso de los hechos. El que está preparado para ser robado, no tiene porqué estarlo para repeler un ataque mortal. El que conoce el propósito homicida de un hombre, intenta organizar su defensa según las previsiones lógicas. No puede esperar, normalmente al menos, un ataque colectivo o con medios desproporcionados. El cambio de escenario origina una modificación de las reglas del combate y, por tanto, de su calificación jurídica. En el caso concreto objeto de nuestro enjuiciamiento, es de apreciar esa diferencia a esencial en el desarrollo fáctico. Efectivamente se produce un atraco a un banco y los delincuentes, que han tomado a un rehén, huyen en coche perseguidos por la policía. A continuación (pasamos a copiar lileralmente los hechos probados) «en un momento de la persecución y cuando los acusados se percatan de qué son perseguidos por un vehículo policial ocupado por los Agentes de la Policía Local doña M. de los A. G. G. y doña M. S. M. N., en los Llanos del P., y sin que previamente hubiera habido intercambio de palabras entre ellos, C. L. ordena al conductor G. B. que detenga el vehículo y bajando del mismo se dirige hacia el vehículo policial, descargando dos ráfagas de fuego contra ambas agentes, con la intención de matarlas, siendo éstas alcanzadas por numerosos proyectiles que incidieron en sus cabezas, rostros, cuello y troncos afectando a órganos vitales que les produjeron la muerte casi instantánea». Y sigue el relato de hechos probados indicando: «C. L. se dirigió hacia el vehículo portando la metralleta, y tras aproximarse al mismo, de forma totalmente inopinada y sorpresiva, desde la derecha del vehículo en el sentido de su marcha, descargó dos ráfagas de fuego contra ambas agentes, las cuales ni pudieron advertir previamente su intención, ni tuvieron posibilidad alguna de defensa». Se trata sin duda de un actuar a traición y sobre seguro, de manera que impedía por completo la reacción de las víctimas. Es evidente que el hecho de atracar el Banco y huir tiene unas características que se rompen desde el momento en que L. ordena detener el vehículo. Ahora se inicia una nueva, acción caracterizada por la perfidia y la emboscada: dirigirse hacia las, víctimas de manera sigilosa para matar sin riesgos. Las agentes de la Policía podían prever los normales riesgos, incluso mortales, derivados de la persecución de unos delincuentes, pero no un ataque específicamente dirigido causar la muerte. Se trata indudablemente de un asesinato. El motivo debe rechazarse. QUINTO.- Con respecto a la cita aislada de la letra e) del art. 846 bis c) LECrim. nos basta con recordar, como ya ha hecho el Tribunal Supremo, que la vulneración del derecho a la presunción de inocencia se ha convertido en la alegación más frecuentemente repetida pero peor sostenida en la práctica forense. Nada hay, en el caso sometido a enjuiciamiento, que permita pensar en tal tema. La prueba de cargo ha sido completa, incluso abrumadora. ¿Cómo es posible plantear siquiera este tema, sin intentar por otra parte desarrollarlo? El motivo debe rechazarse. SEXTO.-. Pasando al recurso formulado por la representación procesal de G. B. y G. E. R. D., el mismo se plantea en base a los apartados b) y e) del art. 846 bis c) de la LECrim. El b), es decir, la alegación de que la sentencia ha incurrido en infracción legal, encuentra su fundamento en la siguiente frase de su escrito. «Para poder imputar a título de autores del párrafo 1º del art. 28 CP de dos delitos de asesinato a B. y a R. se requeriría que previamente a que L. realizara la acción, los otros dos acusados supieran lo que iba a realizar y decidieran realizarlo conjuntamente, lo que no puede deducirse de los hechos declarados probados sino todo lo contrario, al señalar expresamente que previamente no intercambiaron palabra entre ellos». En definitiva plantean un tema, el de la coautoría, que ha sido suficientemente estudiado por nuestra doctrina jurisprudencial. Como señala la STS 16 de mayo de 1989, «es doctrina pacífica y reiterada de esta Sala la referente a la comunicabilidad del resultado atentatorio a la vida o integridad física en el robo violento cuando surgida la societas scaeleris por el común acuerdo de perpetración del robo, con clara disposición de empleo de los medios violentos precisos, cual deriva del conocimiento y determinación del porte y eventual uso de armas o medios peligrosos, resulta previsible -y aun probable- la originación de un resultado lesivo, o aun mortal... De allí que sea doctrina jurisprudencial la de que el previo concierto para llevar a término un delito de robo con violencia o intimidación que no excluya a priori todo riesgo para la vida o la integridad de las personas responsabiliza a todos los partícipes directos del robo con cuya ocasión se causa homicidio o lesiones dolosamente aunque sólo alguno o algunos de ellos sean los autores o ejecutores materiales de aquellos». De manera aún más clara, la STS 2 de marzo de 1987 señala: «si el delito se ha de cometer con el empleo de armas o de medios peligrosos capaces no sólo de intimidar o de atemorizar a la víctima o víctimas sino de herirlas e incluso matarlas, toda vez que, al convenir o plantar una infracción de esa índole, todos los partícipes se representan no sólo la posibilidad sino la probabilidad de que si, el ofendido u ofendidos no se arredran con la exhibición de las armas y se niegan a entregar el dinero o los bienes muebles apetecidos, se resisten o si les hacen frente o tratan de impedirles la huida, sería corolario insoslayable de la intimidación, el uso vulnerante o letal de dicha armas y, por tanto, el empleo de violencia de las personas, aceptando, todos los dichos partícipes, esa posibilidad y el riesgo consiguiente, debiendo, en su caso, responder todos aunque sea uno solo u otros, los ejecutores materiales y directos de un homicidio que se representaron como posible y hasta como probable, sin que tal representación les arredrara o les hiciera desistir de sus antijurídicos planes». En este sentido, basta con recordar que, en la ejecución de los hechos, según se deduce de los establecidos con el carácter de «probados», los imputados no sólo iban provistos de pistolas sino hasta de una metralleta. La voluntad de vencer todos los obstáculos que se les hubieren interpuesto resulta, así, indudable Y la muerte en este caso no fue un hecho meramente episódico como se alude en alguna concreta jurisprudencia que ha querido ser utilizada por las defensas. No se trató de un incidente aislado, sino la consecuencia previsible de una actuación brutal. Es cierto que existe una jurisprudencia, la reflejada en la STS 28 de noviembre de 1990, a tenor de la cual «cuando al realizarse un hecho delictivo de cualquier clase en el que colaboran varias personas conforme al plan por ellos concertado, en un determinado instante se produce la huida precipitada de cada uno separadamente unos de los otros, bien por la llegada de la policía o por otra razón, de lo que ocurre por la actuación aislada de uno de los copartícipes en esos momentos posteriores a la ruptura de la acción conjunta, ha de responder individualmente el que lo realice, sin poderse imputar a los demás, lo que uno haga por separado de los otros, por aplicación del elemental principio de culpabilidad en virtud del cual nadie ha de responder de los actos de otro». Pero no es este el caso, pues en ningún momento se produce aquí ruptura de la acción conjunta. Los recurrentes intervienen en los hechos unidos hasta el final. Es indudable, como se señaló por la defensa en el acto del juicio, que toda esta materia debe matizarse desde el momento en que el nuevo Código Penal suprime la figura compleja de robo con homicidio, expresando una firme política punitiva que quiere eliminar todos los supuestos de responsabilidad por un resultado no concordante con la culpabilidad realmente acreditada. Sin embargo, en lo que se refiere a las actuaciones que estamos analizando, los acusados operaron con arreglo a criterios de división de un trabajo cuyo objetivo último era conseguir la huida, alejando a sus perseguidores. L., se baja del automóvil, avanza a escondidas y dispara. B. y D., por su parte y de manera respectiva, controlan el vehículo, poniéndolo en marcha rápidamente para eliminar a los perseguidores, y vigilan al rehén que podría haberles impedido la acción. Participan todos, en consecuencia, en la realización del hecho mediante una decisión conjunta que, aunque no verbalizada, se manifestó claramente a través de la concatenación de los distintos actos que condujeron al fin que ahora analizamos. Desde un punto de vista meramente especulativo, podría también plantearse la posibilidad de entender que los ahora recurrentes, B. y R. D., fueren coautores de un delito de homicidio, pero no el de asesinato y ello en base a un presunto exceso en los medios utilizados por el autor directo, L., del que no podría hacerse responsables a los demás. Habrían querido matar, pero no asesinar. Pero para responder a esta cuestión nos basta con transcribir el contenido literal del correspondiente hecho probado: «QUINTO.- Los ocupantes provistos de pistolas y la metralleta no sólo no se opusieron a la orden de L. cuando le dijo al conductor "para", sino que, pese a ser perseguidos, se detienen, observan cómo baja con la metralleta L. le esperan y tras ver cómo disparaba varias ráfagas al vehículo policial, al volver, R. D. pregunta "¿le has matado?" y de forma inmediata y a gran velocidad reinician la huida». Es decir, los recurrentes intervienen en la emboscada, de una manera directa y consciente, desde el momento en que deciden parar el vehículo para de manera sorpresiva e inopinada disparar contra sus perseguidores. No impidieron, en forma alguna, la acción de L. Bien al contrario, la aceptaron para mejor huir. Tuvieron un condominio sobre la ejecución del hecho típico, que en todo momento estuvo en sus manos, de tal manera que, si hubieran retirado su contribución, habrían podido desvaratar el plan, evitando las muertes. No lo hicieron así. Los tres pusieron los medios necesarios para que la emboscada lograse su objetivo. El motivo debe rechazarse. SEPTIMO.- A continuación. los ahora recurrentes, B. y R. D., plantean como motivo de recurso una presunta vulneración de su derecho a la presunción de inocencia. Aun cuando lo que realmente hacen es insistir por esta vía en el mismo tema analizado anteriormente, es decir, si se ha apreciado o no correctamente la imputación de «asesinato», lo cierto es que inciden en una confusión elemental. En el fondo, no cuestionan la presunción de inocencia sino, bien al contrario, la valoración de la prueba. Como dice la STS 13 de febrero de 1996 «la valoración de la prueba, sobre todo si es directa, queda extramuros de la presunción de inocencia (SsTS 10 de marzo de 1995 y 18 de noviembre de 1994, SsTC núm. 120 de 1994, 63 y 21 de 1993)». Una vez constatada la existencia de prueba de cargo, lo que cabrá hacer, si procesalmente fuere posible, es discutida pero no alegar una inexistente presunción que ha quedado destruida desde el momento en que ha sido llevado a juicio suficiente material probatorio. Y lo cierto es que la existencia de este material es algo que no ha podido ser cuestionado, pues es evidente. Basta una simple lectura de las actuaciones. De manera teórica, los recurrentes podrían decir que si bien existe suficiente prueba de los hechos concretos, la discusión se centraría en si la misma puede acreditar la aceptación del asesinato por sus defendidos B. y D. Pero si ello es así, habría que insistir en que entonces nos encontraríamos ante el problema del significado dado a la prueba, es decir, su valoración. No sería nunca una cuestión de presunción de inocencia. Por otra parte, la razonabilidad, es decir, la sensatez y lógica de las conclusiones extraídas por el Jurado resulta fuera de toda duda. A la vista de las pruebas practicadas en juicio, su veredicto resulta completamente coherente. El motivo debe rechazarse. OCTAVO.- No se aprecian motivos bastantes para hacer expresa imposición a cualquiera de las partes de las costas causadas en esta alzada, que, por tanto, deberán ser declaradas de oficio.